Renovar la educación para la paz

La educación para la paz tiene ya tras de sí una rica tradición. Arranca en el siglo XIX, con propuestas plurales que van adquiriendo cada vez más fuerza y difusión. Aunque su implantación va siendo diferente en los diversos países, tanto en sus formas como en su intensidad, a nivel general logra un...

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Autores:
Etxeberria-Mauleon, Xabier
Tipo de recurso:
Fecha de publicación:
2016
Institución:
Universidad Santo Tomás
Repositorio:
Universidad Santo Tomás
Idioma:
spa
OAI Identifier:
oai:repository.usta.edu.co:11634/5234
Acceso en línea:
http://revistas.ustatunja.edu.co/index.php/qdisputatae/article/view/1106
Palabra clave:
paz
Rights
License
Derechos de autor 2016 Quaestiones Disputatae: temas en debate
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Lo hace sintetizando tres grandes fuentes de inspiración y fudamentación: la tradición de la no violencia, con su tesis clave de que el fin de la paz está ya en los medios o vías hacia ella; la tradición de la renovación pedagógica en sus variadas expresiones; la investigación para la paz (piénsese en personas tan influyentes como Galtung, con su famosa distinción entre violencia directa, estructural y cultural) que le va a aportar consistencia sociopolítica, y, además, un conjunto de categorías que la orientarán en el modo de entender la violencia a la que confrontarse y la paz a la que aspirar, así como en la manera de abordar nuestra connatural conflictividad (educación para la paz como educación para el conflicto). Con el amparo de la UNESCO, el enfoque de la educación para la paz resultante de esa síntesis se aplicó en muchos lugares, además de a algunas violencias de expresión local, a las grandes violencias a nivel planetario, destacándose: a) la de las guerras: las guerras reales existentes sobre todo en países del hemisferio Sur y la gran amenaza de guerra nuclear ligada a la carrera de armamentos entre los bloques militares en el Norte (OTAN/Pacto de Varsovia), muy sentida en Europa; b) la de la violencia estructural responsable de la pobreza y miseria de la mayoría de la población, situada sobre todo en los entonces llamados “países en desarrollo”; c) la violencia cultural, la incubada expresamente en la “cultura de las armas” y más ocultamente en otras versiones culturales, transmitida a través de los diversos medios socializadores, que, incluso, podía estar presentes en las dinámicas escolares oficiales a modo de “currículo oculto”. Progresivamente, el panorama de violencias que debía afrontar la educación para la paz se fue ampliando, de acuerdo con las nuevas realidades y sensibilidades sociales. Apareció así la demanda de una educación multicultural/intercultural que se confrontara con la violencia de motivación racista y xenófoba; de una educación ecológica que se hiciera cargo de la responsabilidad de los humanos en la destrucción de la biosfera; de una educación impulsora de la igualdad de género, frente a la violencia de motivación patriarcal; o, mirándonos hacia dentro, de una educación contra el acoso y hostigamiento en el ámbito escolar. Etc. Evidentemente, la educación para la paz no quedaba definida únicamente por su temática. La definía decisivamente su objetivo de ser una vía para la paz. Y su intención, de cara a ello, de sintetizar contenidos formativos con renovación de las estructuras escolares para que no fueran expresión de violencia, con fomento de relaciones intersubjetivas adecuadas y con metodologías activas ligadas a las dinámicas de gestión positiva de los conflictos. Se destacaba, en este sentido, que había que imbricar lo cognitivo con lo afectivo y lo motivacional, a fin de generar en quienes se educaban actitudes activas y comprometidas de paz, tanto hacia los cercanos como hacia los lejanos. Creo que, durante varias décadas, lo que ha hecho la educación para la paz es recontextualizar ese modelo asentado en los ochenta. Necesitamos, por supuesto, seguir haciendo esta recontextualización, tanto a nivel local como general. Por ejemplo, respecto al nivel general, no podemos ignorar cómo se está mostrando la injusticia estructural en las actuales expresiones de la globalización, o cómo están apareciendo novedosas y muy crudas formas de violencia terrorista y de guerras, o qué modalidades de crisis ecológicas estamos provocando. En cuanto al nivel local, deben tenerse en cuenta los avatares de cada país ligados a la violencia y la paz, como, en Colombia, su actual proceso de paz. ¿Pero basta la recontextualización? Pienso, por mi parte, que se impone una auténtica renovación de la educación para la paz. Una renovación que suponga transformaciones relevantes en el modelo, pero, evidentemente, asumiendo todo lo positivo de él, que es mucho, a fin de conducirlo a una mayor maduración y fecundidad. Una renovación que no tiene que partir de cero, porque de hecho, con mayor o menor conciencia de sí misma, se está poniendo ya en marcha en diversos lugares y con diversas iniciativas que piden no solo su generalización en la educación, sino su resituación en un marco de sentido general y fundamentado. Una renovación –paso ya a concretar su perspectiva- que tiene que situar la columna vertebral de su propuesta en una reestructuración de la mirada. Me explico en lo que sigue. El foco primario de la mirada de la educación para la paz ha estado asentado, como lo sugiere la propia terminología, en la búsqueda de paz. Es decir, ha estado orientado a un futuro de paz, desde el afrontamiento educativo de un presente de violencia. ¿Cuál ha sido la limitación de este enfoque –en el que me he integrado activamente, la crítica es desde dentro-? Que las víctimas de la violencia estaban presentes, pues era su existencia la que definía la violencia y porque se educaba para que no hubiera víctimas, pero sin que modularan intrínsecamente la educación para la paz. Lo que quiero proponer ante esta constatación es, precisamente, una focalización primaria de dicha educación en ellas –en esto consiste la reestructuración de la mirada-, por sentido de justicia, por sentido de realidad y por coherencia con el bien intrínseco de la educación, y reconfigurar desde ella todo el modelo. Para que se entienda lo que quiero decir, conviene partir de algo que en los ochenta se propuso generalizadamente y que expresaba el contacto más intenso con la víctima contemplado en el modelo de educación para la paz: el enfoque socio-afectivo. Con él se pedía que en el proceso educativo, quienes se educaban experimentaran vivencialmente la opresión implicada en la violencia que se quería trabajar, por supuesto, de forma tenue y transitoria. Por ejemplo, realizando un juego de rol que provocara que un sector de “señalados” sufriera la estigmatización espontánea de sus compañeros, de forma tal que, luego, tras desvelarlo y evaluar lo vivido, se aplicara lo aprendido experiencialmente a la realidad de los socialmente estigmatizados con toda crudeza, motivando así vital y empáticamente el compromiso transformador. Se trataba en definitiva de alentar el ponerse, aunque fuera mínimamente, en la piel de la víctima, con la consecuencia o correlato de que algunos se ponían inconscientemente en la del victimario. No es que no deba seguir practicándose esta metodología. Lo que pide la nueva mirada que estoy defendiendo es que sea resituada en una atención y acogida educativa de las víctimas mucho más focal. ¿Por qué? Porque incluso cuando se hace correcta y fecundamente esa práctica socio-afectiva, adolece de dos limitaciones importantes si el acercamiento a la víctima se acaba en ella. En primer lugar, en tal práctica, aparecen dos grandes sujetos activos y uno pasivo. Los agentes activos son, por un lado, el propio violento con su violencia, al que se quiere denunciar y desactivar; por otro lado, los agentes de paz que se quieren fomentar con la educación, con su acción a favor de la paz. La víctima, en cambio, es el sujeto pasivo, el sujeto receptivo de los compromisos de justicia y solidaridad de estos segundos agentes. Pues bien, el modelo renovado de educación para la paz centrado en las víctimas resitúa a estos sujetos. El agente primario, el interpelador decisivo de todo el proceso, con su presencia testimonial directa (física o virtual) cuando es posible, esto es, cuando es superviviente, pero también con su impacto de asesinado, pasa a ser la propia víctima. Es ella la educadora primaria, activa, tanto frente al violento al que denuncia y ante el que se resiste, como ante la persona con actitud receptiva de lo que ella testimonia. Como puede verse, el que era sujeto pasivo se hace activo, mientras que a los sujetos activos se les invita a una inicial y decisiva “pasividad de la receptividad” en la que tendrán que asentar con coherencia moral su actividad ya no solo solidaria sino colaborativa con la víctima. Esto cambia muchas cosas, no solo pedagógicamente, sino también moralmente. No es que esté pidiendo que sea la víctima la que se encargue de la educación para la paz. El educador formal seguirá siendo clave, la responsabilidad fundamental seguirá estando en él, pero deberá expresarse en forma de coordinación y desarrollo de esa presencia activa de la víctima y de todo lo que debe considerarse antes y después de ella. Una educación para la paz con esta focalidad no solo educa mejor; en el propio proceso educativo hace justicia a la víctima, en forma de reconocimiento pleno de ella. Por último, este centramiento en la víctima hace mucho más improbable que se caiga en marginaciones de víctimas en la educación para la paz, con la grave contradicción que ello supone. Mi experiencia en el País Vasco con la violencia de ETA, me ha mostrado lo difícil que es que se integre en la educación escolar para la paz a expresiones de violencias (y por tanto a sus víctimas) en las que concurre alguna de estas circunstancias: que la violencia en cuestión tenga una motivación política que provoca que no haya acuerdo social general de condena; que el desacuerdo, socialmente crispado, tenga su reflejo en la propia comunidad educativa; que se trate de una violencia que tiene ramificaciones amenazantes para los educadores que la combaten. La tentación de inhibirse, de no abordarla aunque se aborden otras formas de violencia, aduciendo indebidamente ante ella el criterio de neutralidad educativa, es muy grande. Pues bien, cuando esta educación es vertebrada por las víctimas, tal inhibición resulta moralmente insoportable, aunque haya que plantearse procesos prudenciales para hacerles el lugar educativo al que tienen derecho. La segunda gran transformación que provoca la centralidad de las víctimas en la educación para la paz tiene que ver con la temporalidad. Como ya he adelantado, la focalización en el horizonte de paz nos hace mirar, desde el presente, hacia el futuro. En cambio, la víctima que testimonia su victimación, interpelándonos, nos hace mirar, desde el mismo presente, hacia el pasado, hacia su pasado de victimación, en el que está el violento como su victimador. Habrá que acabar mirando al futuro en el que se realiza la paz y la justicia, pero con mirada mediada por ese pasado. Esto hace aparecer en la educación para la paz cuestiones que habían sido tenidas en cuenta solo excepcionalmente. En primer lugar, la de la memoria. Es clave recordar y recordar bien, tanto por parte de la víctima, como del victimario, como de la sociedad que pudo considerarse “espectadora”. Es clave implicar en nuestra memoria la memoria de la víctima que, sin dinámicas de venganza, nos cuenta lo que pasó, no solo empírica sino moralmente (el mal es también algo que sucede). Es clave situarla, como memoria personal y social, en la compleja memoria de los historiadores. Todo lo cual pide incorporar a los referentes tradicionales en la educación para la paz otros referentes novedosos, como el del reconocimiento, o el de la “justicia anamnética” asentada en la verdad, o el de la “paz memorial”, frente al poder opresor del olvido injusto. Igualmente, ya mirando al futuro, motiva plantearse horizontes de reconciliación en los procesos de resolución de los conflictos, que fueron poco considerados; y, en el marco de ellos, abrirse a cuestiones como la de la “justicia restaurativa” ante el delito. La gestión de los conflictos seguirá siendo clave, pero añadiendo una atención crítica para que la paz que se busca no se haga a costa de la injusticia con el pasado de victimación. Al menos en esta última década, en diversos lugares, se están haciendo presentes en la educación para la paz iniciativas que implican de hecho esta refocalización en las víctimas que estoy proponiendo. Considérense estas líneas como un reconocimiento de ellas y, además, como una llamada, no solo a que sean compartidas por la comunidad educativa, incluso a nivel internacional, sino a que sean acrecentadas y enmarcadas en un modelo educativo dialogado, flexible y abierto a transformaciones, que les permita realizar todas sus potencialidades. Para tal tarea, creo que el papel de la Universidad es muy relevante, tanto a nivel de la teoría como de la praxis, en interconexión.
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spelling Etxeberria-Mauleon, Xabier2016-08-01http://revistas.ustatunja.edu.co/index.php/qdisputatae/article/view/1106La educación para la paz tiene ya tras de sí una rica tradición. Arranca en el siglo XIX, con propuestas plurales que van adquiriendo cada vez más fuerza y difusión. Aunque su implantación va siendo diferente en los diversos países, tanto en sus formas como en su intensidad, a nivel general logra una configuración y consolidación ya maduras en los ochenta del siglo pasado. Lo hace sintetizando tres grandes fuentes de inspiración y fudamentación: la tradición de la no violencia, con su tesis clave de que el fin de la paz está ya en los medios o vías hacia ella; la tradición de la renovación pedagógica en sus variadas expresiones; la investigación para la paz (piénsese en personas tan influyentes como Galtung, con su famosa distinción entre violencia directa, estructural y cultural) que le va a aportar consistencia sociopolítica, y, además, un conjunto de categorías que la orientarán en el modo de entender la violencia a la que confrontarse y la paz a la que aspirar, así como en la manera de abordar nuestra connatural conflictividad (educación para la paz como educación para el conflicto). Con el amparo de la UNESCO, el enfoque de la educación para la paz resultante de esa síntesis se aplicó en muchos lugares, además de a algunas violencias de expresión local, a las grandes violencias a nivel planetario, destacándose: a) la de las guerras: las guerras reales existentes sobre todo en países del hemisferio Sur y la gran amenaza de guerra nuclear ligada a la carrera de armamentos entre los bloques militares en el Norte (OTAN/Pacto de Varsovia), muy sentida en Europa; b) la de la violencia estructural responsable de la pobreza y miseria de la mayoría de la población, situada sobre todo en los entonces llamados “países en desarrollo”; c) la violencia cultural, la incubada expresamente en la “cultura de las armas” y más ocultamente en otras versiones culturales, transmitida a través de los diversos medios socializadores, que, incluso, podía estar presentes en las dinámicas escolares oficiales a modo de “currículo oculto”. Progresivamente, el panorama de violencias que debía afrontar la educación para la paz se fue ampliando, de acuerdo con las nuevas realidades y sensibilidades sociales. Apareció así la demanda de una educación multicultural/intercultural que se confrontara con la violencia de motivación racista y xenófoba; de una educación ecológica que se hiciera cargo de la responsabilidad de los humanos en la destrucción de la biosfera; de una educación impulsora de la igualdad de género, frente a la violencia de motivación patriarcal; o, mirándonos hacia dentro, de una educación contra el acoso y hostigamiento en el ámbito escolar. Etc. Evidentemente, la educación para la paz no quedaba definida únicamente por su temática. La definía decisivamente su objetivo de ser una vía para la paz. Y su intención, de cara a ello, de sintetizar contenidos formativos con renovación de las estructuras escolares para que no fueran expresión de violencia, con fomento de relaciones intersubjetivas adecuadas y con metodologías activas ligadas a las dinámicas de gestión positiva de los conflictos. Se destacaba, en este sentido, que había que imbricar lo cognitivo con lo afectivo y lo motivacional, a fin de generar en quienes se educaban actitudes activas y comprometidas de paz, tanto hacia los cercanos como hacia los lejanos. Creo que, durante varias décadas, lo que ha hecho la educación para la paz es recontextualizar ese modelo asentado en los ochenta. Necesitamos, por supuesto, seguir haciendo esta recontextualización, tanto a nivel local como general. Por ejemplo, respecto al nivel general, no podemos ignorar cómo se está mostrando la injusticia estructural en las actuales expresiones de la globalización, o cómo están apareciendo novedosas y muy crudas formas de violencia terrorista y de guerras, o qué modalidades de crisis ecológicas estamos provocando. En cuanto al nivel local, deben tenerse en cuenta los avatares de cada país ligados a la violencia y la paz, como, en Colombia, su actual proceso de paz. ¿Pero basta la recontextualización? Pienso, por mi parte, que se impone una auténtica renovación de la educación para la paz. Una renovación que suponga transformaciones relevantes en el modelo, pero, evidentemente, asumiendo todo lo positivo de él, que es mucho, a fin de conducirlo a una mayor maduración y fecundidad. Una renovación que no tiene que partir de cero, porque de hecho, con mayor o menor conciencia de sí misma, se está poniendo ya en marcha en diversos lugares y con diversas iniciativas que piden no solo su generalización en la educación, sino su resituación en un marco de sentido general y fundamentado. Una renovación –paso ya a concretar su perspectiva- que tiene que situar la columna vertebral de su propuesta en una reestructuración de la mirada. Me explico en lo que sigue. El foco primario de la mirada de la educación para la paz ha estado asentado, como lo sugiere la propia terminología, en la búsqueda de paz. Es decir, ha estado orientado a un futuro de paz, desde el afrontamiento educativo de un presente de violencia. ¿Cuál ha sido la limitación de este enfoque –en el que me he integrado activamente, la crítica es desde dentro-? Que las víctimas de la violencia estaban presentes, pues era su existencia la que definía la violencia y porque se educaba para que no hubiera víctimas, pero sin que modularan intrínsecamente la educación para la paz. Lo que quiero proponer ante esta constatación es, precisamente, una focalización primaria de dicha educación en ellas –en esto consiste la reestructuración de la mirada-, por sentido de justicia, por sentido de realidad y por coherencia con el bien intrínseco de la educación, y reconfigurar desde ella todo el modelo. Para que se entienda lo que quiero decir, conviene partir de algo que en los ochenta se propuso generalizadamente y que expresaba el contacto más intenso con la víctima contemplado en el modelo de educación para la paz: el enfoque socio-afectivo. Con él se pedía que en el proceso educativo, quienes se educaban experimentaran vivencialmente la opresión implicada en la violencia que se quería trabajar, por supuesto, de forma tenue y transitoria. Por ejemplo, realizando un juego de rol que provocara que un sector de “señalados” sufriera la estigmatización espontánea de sus compañeros, de forma tal que, luego, tras desvelarlo y evaluar lo vivido, se aplicara lo aprendido experiencialmente a la realidad de los socialmente estigmatizados con toda crudeza, motivando así vital y empáticamente el compromiso transformador. Se trataba en definitiva de alentar el ponerse, aunque fuera mínimamente, en la piel de la víctima, con la consecuencia o correlato de que algunos se ponían inconscientemente en la del victimario. No es que no deba seguir practicándose esta metodología. Lo que pide la nueva mirada que estoy defendiendo es que sea resituada en una atención y acogida educativa de las víctimas mucho más focal. ¿Por qué? Porque incluso cuando se hace correcta y fecundamente esa práctica socio-afectiva, adolece de dos limitaciones importantes si el acercamiento a la víctima se acaba en ella. En primer lugar, en tal práctica, aparecen dos grandes sujetos activos y uno pasivo. Los agentes activos son, por un lado, el propio violento con su violencia, al que se quiere denunciar y desactivar; por otro lado, los agentes de paz que se quieren fomentar con la educación, con su acción a favor de la paz. La víctima, en cambio, es el sujeto pasivo, el sujeto receptivo de los compromisos de justicia y solidaridad de estos segundos agentes. Pues bien, el modelo renovado de educación para la paz centrado en las víctimas resitúa a estos sujetos. El agente primario, el interpelador decisivo de todo el proceso, con su presencia testimonial directa (física o virtual) cuando es posible, esto es, cuando es superviviente, pero también con su impacto de asesinado, pasa a ser la propia víctima. Es ella la educadora primaria, activa, tanto frente al violento al que denuncia y ante el que se resiste, como ante la persona con actitud receptiva de lo que ella testimonia. Como puede verse, el que era sujeto pasivo se hace activo, mientras que a los sujetos activos se les invita a una inicial y decisiva “pasividad de la receptividad” en la que tendrán que asentar con coherencia moral su actividad ya no solo solidaria sino colaborativa con la víctima. Esto cambia muchas cosas, no solo pedagógicamente, sino también moralmente. No es que esté pidiendo que sea la víctima la que se encargue de la educación para la paz. El educador formal seguirá siendo clave, la responsabilidad fundamental seguirá estando en él, pero deberá expresarse en forma de coordinación y desarrollo de esa presencia activa de la víctima y de todo lo que debe considerarse antes y después de ella. Una educación para la paz con esta focalidad no solo educa mejor; en el propio proceso educativo hace justicia a la víctima, en forma de reconocimiento pleno de ella. Por último, este centramiento en la víctima hace mucho más improbable que se caiga en marginaciones de víctimas en la educación para la paz, con la grave contradicción que ello supone. Mi experiencia en el País Vasco con la violencia de ETA, me ha mostrado lo difícil que es que se integre en la educación escolar para la paz a expresiones de violencias (y por tanto a sus víctimas) en las que concurre alguna de estas circunstancias: que la violencia en cuestión tenga una motivación política que provoca que no haya acuerdo social general de condena; que el desacuerdo, socialmente crispado, tenga su reflejo en la propia comunidad educativa; que se trate de una violencia que tiene ramificaciones amenazantes para los educadores que la combaten. La tentación de inhibirse, de no abordarla aunque se aborden otras formas de violencia, aduciendo indebidamente ante ella el criterio de neutralidad educativa, es muy grande. Pues bien, cuando esta educación es vertebrada por las víctimas, tal inhibición resulta moralmente insoportable, aunque haya que plantearse procesos prudenciales para hacerles el lugar educativo al que tienen derecho. La segunda gran transformación que provoca la centralidad de las víctimas en la educación para la paz tiene que ver con la temporalidad. Como ya he adelantado, la focalización en el horizonte de paz nos hace mirar, desde el presente, hacia el futuro. En cambio, la víctima que testimonia su victimación, interpelándonos, nos hace mirar, desde el mismo presente, hacia el pasado, hacia su pasado de victimación, en el que está el violento como su victimador. Habrá que acabar mirando al futuro en el que se realiza la paz y la justicia, pero con mirada mediada por ese pasado. Esto hace aparecer en la educación para la paz cuestiones que habían sido tenidas en cuenta solo excepcionalmente. En primer lugar, la de la memoria. Es clave recordar y recordar bien, tanto por parte de la víctima, como del victimario, como de la sociedad que pudo considerarse “espectadora”. Es clave implicar en nuestra memoria la memoria de la víctima que, sin dinámicas de venganza, nos cuenta lo que pasó, no solo empírica sino moralmente (el mal es también algo que sucede). Es clave situarla, como memoria personal y social, en la compleja memoria de los historiadores. Todo lo cual pide incorporar a los referentes tradicionales en la educación para la paz otros referentes novedosos, como el del reconocimiento, o el de la “justicia anamnética” asentada en la verdad, o el de la “paz memorial”, frente al poder opresor del olvido injusto. Igualmente, ya mirando al futuro, motiva plantearse horizontes de reconciliación en los procesos de resolución de los conflictos, que fueron poco considerados; y, en el marco de ellos, abrirse a cuestiones como la de la “justicia restaurativa” ante el delito. La gestión de los conflictos seguirá siendo clave, pero añadiendo una atención crítica para que la paz que se busca no se haga a costa de la injusticia con el pasado de victimación. Al menos en esta última década, en diversos lugares, se están haciendo presentes en la educación para la paz iniciativas que implican de hecho esta refocalización en las víctimas que estoy proponiendo. Considérense estas líneas como un reconocimiento de ellas y, además, como una llamada, no solo a que sean compartidas por la comunidad educativa, incluso a nivel internacional, sino a que sean acrecentadas y enmarcadas en un modelo educativo dialogado, flexible y abierto a transformaciones, que les permita realizar todas sus potencialidades. Para tal tarea, creo que el papel de la Universidad es muy relevante, tanto a nivel de la teoría como de la praxis, en interconexión.application/pdfspaQuaestiones Disputatae: temas en debatehttp://revistas.ustatunja.edu.co/index.php/qdisputatae/article/view/1106/1072Quaestiones Disputatae: temas en debate; Vol. 9 Núm. 19 (2016): Quaestiones Disputatae Vol. 19; 9-132011-0472Derechos de autor 2016 Quaestiones Disputatae: temas en debatehttp://purl.org/coar/access_right/c_abf2Renovar la educación para la paztextoinfo:eu-repo/semantics/articlehttp://purl.org/coar/version/c_970fb48d4fbd8a85http://purl.org/coar/resource_type/c_2df8fbb1paz11634/5234oai:repository.usta.edu.co:11634/52342023-07-14 16:27:46.832metadata only accessRepositorio Universidad Santo Tomásnoreply@usta.edu.co